lunes, 7 de diciembre de 2015

Muchacha asomada a la ventana

El amanecer la sorprendió despierta. Una vez más el sol reflejado en el mar la avisaba de que se le había hecho pronto. Tantas eran las horas que pasaba frente a la ventana que ya había perdido la cuenta. Esas incontables horas las gastaba mirando hacia el puerto mientras sentía cómo las lágrimas de las mujeres de los marineros que zarpaban le golpeaban en la cara mezcladas con la brisa marina.

“Es demasiado temprano como para irme a dormir ahora.” Pensó mientras separaba cuidadosamente la vista del mar, temiendo que el mundo no se detuviese al apartar la mirada. Las pesadillas en las que una gigantesca ola la engullía eran recurrentes en esa época del año, quizá por eso había decidido que esa noche la pasaría vigilando al enemigo.
Ella sabía que no era hambre esa sensación que hervía en su interior, aunque llevara horas sin probar bocado. "Probablemente no sea nada" se repetía tomando la decisión de saltarse el desayuno. En su lugar le pareció más oportuno ponerse a recoger el apartamento, tener la ventana abierta toda la noche había supuesto que el fuerte viento desordenara la casa y lo dejara todo cubierto de polvo. Tardó unas cuantas horas en limpiar, y es que todo estaba mucho peor de lo que parecía a simple vista. Tal era el desorden de la casa que la joven se encontró hasta unas cuantas telarañas que no recordaba haber visto allí.
En cuanto hubo acabado con la escoba se sintió mareada. En un intento por mantener el equilibrio se agarró a una estantería. No solo no consiguió mantenerse en pie, sino que el estante cedió a su fuerza y, junto ella y todas las cosas que estaban sobre él, cayó al suelo.
De repente no veía nada, pero sentía frío, y humedad, todo estaba mojado. Un gran estruendo le taponó los oídos, sus ojos, que empezaban a acostumbrarse a la repentina oscuridad, percibieron movimiento. En un instante la ola lo invadía todo, la sensación de ahogo era tan real que cuando abrió los ojos tardó varios segundos en poder respirar. Todo el cuerpo le temblaba, menos mal que había pasado ya, el golpe en la cabeza que se dio al caer tuvo que ser muy fuerte si pudo provocar una alucinación tan realista. La muchacha se sintió aliviada al encontrarse tirada en el suelo de su habitación, duro pero seco. Miraba a todos lados, como queriendo comprobar si todo seguía en su sitio, cuando su vista se detuvo en un marco que se había roto al caer de la estantería. En él se encontraba una foto vieja en la que aparecían un señor y una niña que tendría unos ocho años, y de no ser por que la niña de la foto sujetaba su querido oso de peluche nunca se habría reconocido. Hacía demasiados años que no sabía nada de su padre, se marchó cuando ella era una niña y apenas recordaba su rostro.
Recogió la foto con cuidado de no cortarse con los cristales y se incorporó. No se sentía mejor, pero al menos la sensación de mareo había desaparecido. La joven se tumbó en la cama, agarró con una mano el viejo oso de peluche y con la foto en la otra intentó dejar la mente en blanco, necesitaba descansar, estaba segura de que todo lo sucedido se debía a la falta de sueño. Aunque en realidad no tenía sueño ni se sentía cansada, eso era solo algo que se repetía para dar una explicación a lo ocurrido. Cada vez que cerraba los ojos intentando dormir se entretenía con sus pensamientos, alternando entre monstruosas olas y la cara de su, hasta hace nada olvidado, padre. “¿Dónde estará ahora?” “¿Por qué se marchó y me abandonó?” Cada minuto se sentía peor, una bomba en su interior estaba a punto de estallar. Cuando el contador llegó a cero la cabeza comenzó a darle vueltas, una sucesión de imágenes la aturdieron. Su padre, barcos, el mar, llantos, gritos, desesperación. Todo se volvió a quedar a oscuras por segunda vez en aquel fatídico día, pero esta vez era distinto, ya no sentía nada. Ahora era ella la que observaba, las olas quedaban apartadas, lo veía todo con más claridad. Un gorro llegó a sus pies, lo recogió. No era un gorro normal, era una gorra de plato y le resultaba muy familiar.
De repente lo recordó todo. Esa gorra pertenecía a su padre, que hacía ya muchos años se embarcó para no volver. El mar estaba revuelto aquella mañana, la joven, que por aquel entonces tendría ocho años, sabía que algo no estaba bien, lo sentía en su interior. Su padre no le hizo caso, aquel viaje era importante y entonces todo cambió; un hombre muy serio visitó su casa esa misma noche, les contó a ella y a su madre que una ola gigante había azotado el barco y que no habían encontrado supervivientes. Desde aquel momento comenzaron las pesadillas y el mar se le antojaba oscuro y monstruoso, capaz de arrebatar vidas sin sentir ningún remordimiento.
Al abrir los ojos se dio cuenta de que tenía la cara empapada, estaba llorando. Consiguió tranquilizarse, se secó el rostro, dejó el oso en la almohada, la foto en la estantería y se levantó. Fue hacia la ventana, debía de ser ya muy tarde porque la noche lo había invadido todo. Decidió mirar un rato el mar antes de irse a dormir, había sido un día muy duro.

La noche cedió el relevo al día y la muchacha seguía en la ventana, mirando fijamente, sin darse cuenta del tiempo que llevaba sin dormir. Porque no podía dormir. Porque la verdad es que aquella niña de ocho años, guiándose por su mal presentimiento y con la intención de disuadir a su padre, se coló en el barco aquella mañana. Porque la verdad es que aquellas pesadillas no eran pesadillas sino recuerdos. La muchacha de la ventana murió aquel día y su madre envuelta en llantos, al enterarse de lo que había perdido, se metió al mar sin pensar más que en volver a encontrarse con su familia. La casa lleva abandonada desde entonces, acumulando polvo y envejeciendo, nadie la quiere comprar, todos aseguran que se escuchan ruidos extraños, cristales rompiéndose y gritos de lamento. ¿Quién sabe?, igual allí habita un fantasma incapaz de avanzar porque no puede recordar que ya no pertenece a ese lugar.

miércoles, 29 de julio de 2015

¿Y si pudiéramos estirar algunas noches como lo hacemos con los chicles?

No era cuestión de interrumpir sus sueños, que parecían más profundos que de costumbre. Decidió que lo más sencillo sería rodar hasta el borde de la cama y salir a gatas de la habitación. No le gustaba andar de puntillas porque eso hacía que viera el mundo desde una perspectiva más amplia y eso le asustaba.

No fue hasta que hubo salido de la habitación cuando se dio cuenta de que aquella no había sido una noche más entre todas las anteriores, llenas de encuentros furtivos, que ella nunca había sentido la necesidad de no despertarle al irse en mitad de la noche, que esta vez no había rebuscado en su bolso para sacar la pequeña libreta de las noches incompletas que solo usaba para arrancar media página y escribirle una nota cutre de disculpa que ni siquiera iba a leer.

Tras comprobar aliviada que no debía regresar a la habitación ni buscar a oscuras algún objeto olvidado se dispuso a bajar las escaleras recordando a cada paso todo aquello que nunca volvería a suceder.